7 abr 2014

Hacer de la rutina el paraíso



Nos encontramos con toda clase de enfermedades psíquicas porque no tenemos suficiente vinculación a personas y a lugares

El amor se hace hogar, es hogar para el que llega. Es ese amor que nos acepta como somos, ese amor en el que podemos crecer. El amor crea, nos recrea, nos hace nuevos, nos transforma. El amor es creador. Nos cambia casi sin darnos cuenta, saca lo mejor del corazón, nos hace creer en lo que podemos llegar a ser si nos dejamos llevar y no dudamos.

El amor nos sana, nos cura, nos cuida, nos despierta. El amor nos hace soñar con lo imposible y nos capacita para subir las más altas cumbres. El amor es creativo, siempre busca cosas nuevas, no se acostumbra a la rutina, hace de la rutina el paraíso. Porque cuando el amor se acostumbra, se enfría, se pierde.

El amor verdadero es capaz de transformar una estación de tren en un plan fascinante y una visita al médico en una excursión. El amor nos cambia el humor, nos hace reír en la tormenta, nos hace confiar en los momentos de duda.

El amor verdadero, sano y profundo, nos hace creer en todo lo bueno de nuestra vida, nos hace libres, nos da alas para volar fuera de nuestra zona cómoda, de nuestro nido. Por eso es tan importante aprender a amar. Por eso es fundamental dejarnos amar.

Tener vínculos sanos nos sana y nos hace plenos. Decía el Padre José Kentenich: «Nos encontramos con toda clase de enfermedades psíquicas porque no tenemos suficiente vinculación a personas y a lugares»[1].

El hombre de hoy no ama correctamente. Ama superficialmente, no profundiza, no echa raíces. Teme los vínculos, no quiere amar porque el amor exige. No quiere vivir con expectativas porque ha experimentado el fracaso y se ha sentido decepcionado.

Por eso a veces el amor se vuelve egoísta, hedonista, superficial, fácil. Huye del sacrificio y de la entrega. No arriesga para no perder nada. No sabe negarse para que el otro crezca y tenga vida. No sabe ponerse en un segundo plano para que sea el otro el que florezca, el que tenga vida, el que importe.

El amor es servicio a la vida ajena, como nos lo recuerda el Padre Kentenich: «Toda la actividad de Dios es sólo un enorme y abnegado servicio. Dios nos ha creado para servirnos. Dios gobierna y guía el mundo, guía los destinos pequeños y grandes de los hombres. Se trata siempre del mismo espíritu: lo eterno en lo femenino, la servicialidad callada y fuerte, servir en silencio y con fortaleza»[2].

Jesús actúa siempre sirviendo, atento a las necesidades de los otros. Así quiere que amemos nosotros. Desde esa servicialidad callada y fuerte, en el silencio, sin exigir nada.

Necesitamos hogar

¡Qué importante es tener un lugar donde el corazón repose! Uno vuelve a los lugares donde amó la vida. ¿Cuáles son esos lugares? Ahí están mis raíces. Esos lugares donde reposamos. Esas personas que no piden y solo dan. Que sólo con vernos sonríen y estar con ellos es estar en paz. Es el preludio del cielo.

Eso es lo maravilloso de la vida, de ser hombres: atarnos a lugares y a personas. Ser quienes somos, compartir los sueños y las dificultades, reírnos de las cosas pequeñas de la vida, compartir la mesa. Cuidar y dejarse cuidar.

Es fundamental tener personas y lugares en los que podamos ser nosotros mismos, en los que bebamos de una fuente de agua fresca, en los que no tengamos que defender nuestra posición. Necesitamos Betanias en las que poder descansar y salir renovados.

Eso es Betania para Jesús. El Hogar. El lugar donde ser niño y padre. Seguramente iría su Madre con él muchos días. Jesús descansaba en Betania. Recobraba fuerzas. Queremos ser ese lugar en el que Jesús pueda descansar. Dios es así para nosotros. Cada día nos espera guardándonos el mejor lugar en su casa.

La Virgen María era Betania para Jesús y para sus discípulos. En Ella descansó Jesús cada día. En Ella descansamos nosotros. ¿Somos nosotros Betania para que otros descansen? Queremos que Jesús descanse en nosotros. Y queremos nosotros descansar en Él.

Carlos Padilla


[1] J. Kentenich, Pedagogía para el educador católico, 1950
[2] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III

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