Un clic y en la pantalla del ordenador aparecen las ofertas
y demandas más variopintas. Clase de astronomía con paseo por el campo: diez
pitas la hora. Licor artesano de, por ejemplo, membrillo: cinco pitas más cinco
euros. Clases prácticas extra para conductores inseguros: diez pitas la hora.
Este escaparate de ofertas que han montado personas que
creen que el euro no es suficiente funciona en alguno de los siete pueblos de
la mancomunidad del Bajo Andarax, en Almería, único punto de España donde se
puede comprar y vender con pitas. Mientras, en Vilanova i la Geltrú (Barcelona)
se puede comerciar con turutas, en Madrid con boniatos o en Sevilla con pumas.
Desde que comenzó la crisis, en 2007, se ha lanzando una treintena de monedas
sociales. La primera, el zoquito, en Jerez de la Frontera (Cádiz).
Los mecanismos varían, pero el fin se parece mucho. Los
organizadores del sistema quieren dar vida a la economía local, crear una
alternativa al euro y devolver el poder a los ciudadanos a través de monedas
que solo se crean y crecen cuando se utilizan. Alrededor de 5.000 usuarios las
emplean en España, especialmente en Andalucía y Cataluña, y van tejiendo una
economía a muy pequeña escala que aspira a cubrir las necesidades básicas. “Son
vasos capilares importantes para dar calor, pero que no reemplazan a la aorta
si hay una crisis del corazón”, explica, tirando de metáfora médica, Bernard
Lietaer, profesor universitario experto en sistemas monetarios, para
dimensionar el alcance de estas monedas sociales con respecto a la oficial.
“¿Cómo es posible que no se puedan comprar cosas por falta
de papelitos?”. Nela van den Brul, una de las impulsoras del coín, que opera en
la ciudad malagueña del mismo nombre, resume con la pregunta la filosofía de
estos proyectos. Van den Brul se hace eco de la frustración de la ciudadanía
por la austeridad que ahoga el consumo. Ton Dalmau, coordinador de la
asociación ECOL3VNG que ha ideado la turuta de Vilanova i la Geltrú, cuyo
nombre procede de la música de las comparsas de carnaval, recalca que el
destino del euro en el mercado es incierto y una moneda social no puede salir
de su ámbito ni ser objeto de especulación. “Lo que genera riqueza no es el
dinero en sí, sino los intercambios que se hacen”, agrega.
La idea de los intercambios ya funcionaba en España a través
de los bancos de tiempo —más de 300 en la actualidad—, que nacieron con la idea
de favorecer las transacciones no comerciales. Los intercambios de servicios
aquí se miden por las horas invertidas en un trabajo. Pero la necesidad de
ampliar esa experiencia a la compraventa de productos provocó la creación de
las monedas, explica Julio Gisbert, promotor de varias de estas iniciativas.
María (nombre ficticio), administrativa de 38 años de La
Cabrera, en la sierra de Madrid, está en números rojos. “Tengo un saldo de
menos 100 en mi cuenta de moras después de celebrar el cumpleaños de mis hijos
en el restaurante El Jardín de las Delicias”. Se refiere al local con vocación
vegetariana y decorado con lámparas de botellas recicladas que los belgas Eric
van Buggenhaut y Anne Pins regentan en el pueblo vecino de Gargantilla del
Lozoya. La deuda no la aterroriza. Que pueda solventarla, relata con
tranquilidad, depende de que logre vender algo o realizar algún trabajo —en su
caso de asesoría— entre los otros miembros de esta red compuesta por unas 400 personas
de 15 pueblos de la zona.
Y para ello están los mercados. Por ejemplo, los Mercapumas
son eventos que se celebran cada mes en la plaza del Pumarejo de Sevilla donde
los asistentes pueden utilizar pumas para comprar distintos productos. “En los
días de mercado es cuando la moneda social está en plena ebullición”, declara
Noemí González, promotora del proyecto. De un vistazo, se puede entender el
porqué de esta iniciativa. Fomentar el comercio justo, conocer a los vecinos,
ofrecer las capacidades propias, ampliar redes, respetar el medio ambiente,
valorar lo casero...
Lo que se paga en comunidad vuelve a la comunidad. Jaime
Gómez y Carmela Sánchez están relacionados, como eslabones de una cadena, por
varios intercambios en comunes, la moneda social de Málaga. Jaime Gómez le ha
dado clases de agricultura ecológica a César Pérez a 10 comunes la hora. Este,
a su vez, ha grabado un vídeo de promoción para Francisca Álvarez. Álvarez es
costurera y Miguel Garrido le encarga unas bufandas para regalar por Navidad.
César Pérez va a sus clases de agricultura en una bicicleta que compró a Miguel
Garrido. Este ha pedido consulta legal a Carmela Sánchez, mujer de César Pérez
y abogada.
Los usuarios de una moneda social pueden acudir a sus webs
para pedir y para dar. El consumo se hace más lento y por tanto más consciente,
apunta como ventaja Esther Herrera, organizadora del zoquito de Jerez, la
moneda más veterana. El problema es que, a veces, faltan productos básicos. “Y
la informalidad”, remacha.
Con la moneda social se busca dar un valor distinto a los
productos. Por ejemplo, narra Eduard Folch, en el Alt Congost (Barcelona), las
panaderías venden en ecos a última hora. Y en Sevilla, Conchi Ponti,
propietaria de la tienda Red Verde, ofrece en pumas los productos a punto de
caducar “para evitar tirarlos”. El profesor Lietaer se remite a estudios que
reflejan cómo el comportamiento de las personas varía si se emplea moneda
oficial o social.
Para utilizar la mora, María y los encargados del restaurante
de Gargantilla se dieron de alta en la plataforma CES (Sistema de Intercambio
Comunitario, en sus siglas en inglés), puesta en marcha en Ciudad del Cabo
(Sudáfrica) en 2002, y que sirve para las transacciones con monedas sociales o
con tiempo en 56 países. España está a la cabeza en número de proyectos (144).
Tras el registro, María ofreció compartir su coche. A continuación, ya tenía
derecho a acumular una deuda de hasta 100 moras, ahora de 150, con sus compras:
“Las he gastado en planchado de ropa, en que me cuiden a mis hijos, en comida
preparada, en productos básicos”, enumera entre contenida y entusiasta. Una
mora, como ocurre con el resto de las monedas sociales consultadas, equivale a
un euro. Una hora de trabajo supone el cobro de diez.
La mayoría de las transacciones en moneda social en los
proyectos españoles se efectúa por sistema electrónico, si bien hay
intercambios que se registran en libretas físicas. El cocinero Van Buggenhaut
muestra en su tableta los movimientos que ha realizado. Él adquiere en moras
hortalizas y huevos para su restaurante. También repara ordenadores. Su
compañera Pins recibe clases de castellano y ofrece masajes. A través de la
plataforma, ambos pueden comprobar sus compras y ventas, el saldo de los demás
usuarios, cuánto deben, cuánto acumulan —un máximo de 300 en el caso de las
moras—.
“Vimos que la falta de transparencia había sido un problema
en anteriores experiencias. Internet nos permitió corregir esto”, argumenta Tim
Jenkins, uno de los creadores del CES. La idea de los sistemas de monedas
sociales es que el dinero se quede en el ámbito local. En algunos casos existe
la llamada “oxidación”, se penaliza al usuario si no gasta tras un cierto
tiempo. No hay tanta claridad con respecto a la posibilidad de que alguien se
endeude en demasía. El sistema del CES, por ejemplo, da un aviso y desaconseja
los intercambios con el usuario deudor, pero no bloquea su cuenta.
Rebeca González Barreiro, de 31 años, es profesora de chino.
Por la mañana imparte clases en un instituto madrileño. Por la tarde las da en
Cronopios, una academia creada como cooperativa en 2012 y que forma parte del
mercado social. Esta red de empresas persigue, según Fernando Sabín, de la
comisión gestora, una producción “democrática”. González relata con una amplia
sonrisa sus compras con boniatos, la moneda común de 35 empresas y 1.000
usuarios en Madrid. Los boniatos se crean como bonificación en comercios o
servicios. Cada compra en euros genera boniatos cual cupones para compras
posteriores. Juan Ignacio Sánchez-Bravo, agricultor ecológico, está en la red.
Y no le falta entusiasmo: “La clase media es el proletariado de hoy. Su fuerza
de cambio radica en el consumo”, proclama.
Kristofer Dittmer, investigador de la Universidad Autónoma
de Barcelona, se muestra escéptico, sin embargo, ante la posibilidad de que las
monedas sociales se mantengan sin apoyos oficiales más allá de la crisis. Erick
Brenes, doctor en Economía Social que ha desarrollado 16 proyectos en
Centroamérica, considera que solo son sostenibles si hay una estrategia a largo
plazo mediante un tejido de negocios. La Cooperativa Integral Catalana (CIC),
formada por 20 ecorredes y más de 1.200 usuarios activos, busca extender los
intercambios a colectivos y asociaciones de distintas monedas. En la
actualidad, los empleados que se encarguen de la coordinación en la cooperativa
pueden recibir una renta básica en ecobásics, dice un portavoz de esta
organización.
La emisión de billetes físicos de la mayoría de las monedas
sociales en España —un arma de doble filo, según los expertos— se reserva para
los mercados o ferias. Se pueden cambiar euros por los EXproncedas (de
Almendralejo, Badajoz), pumas, comunes o las pitas. ¿Cuál es el destino de esos
euros? Según los organizadores, la concesión de microcréditos o la adquisición
de productos que escasean y que después serán vendidos en la divisa local.
Las monedas sociales funcionan muchas de ellas en una
alegalidad a la que los organismos oficiales no dan respuesta. Mientras en
algunos de los proyectos se aclara expresamente que tributan como los euros —el
cálculo se hace sobre el valor total, sin tener en cuenta la parte pagada con
la divisa local—, en otros casos el tema provoca una cierta incomodidad. Son
arenas movedizas. “Podríamos entonces poner impuestos sobre todos los
intercambios”, arguye Tim Jenkins. “Se trata de hacer favores. Es demasiado
pequeño para que los Gobiernos se preocupen”, zanja. Un portavoz del Ministerio
de Hacienda indica sin más puntualización que debe haber una factura en euros,
y pagos “en la moneda de curso legal”.
Mientras tanto, la moneda social ya ha traído historias de
cambio. Roberto Higueras, un carpintero zaragozano promotor del puma, narra
cómo una trabajadora social que se quedó en paro y comenzó a hacer mermelada
casera para cambiarla por pumas ha logrado tal éxito que ahora “se va a hacer
autónoma”.
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