5 abr 2013

La cara y cruz del boniato



Un clic y en la pantalla del ordenador aparecen las ofertas y demandas más variopintas. Clase de astronomía con paseo por el campo: diez pitas la hora. Licor artesano de, por ejemplo, membrillo: cinco pitas más cinco euros. Clases prácticas extra para conductores inseguros: diez pitas la hora.

Este escaparate de ofertas que han montado personas que creen que el euro no es suficiente funciona en alguno de los siete pueblos de la mancomunidad del Bajo Andarax, en Almería, único punto de España donde se puede comprar y vender con pitas. Mientras, en Vilanova i la Geltrú (Barcelona) se puede comerciar con turutas, en Madrid con boniatos o en Sevilla con pumas. Desde que comenzó la crisis, en 2007, se ha lanzando una treintena de monedas sociales. La primera, el zoquito, en Jerez de la Frontera (Cádiz).

Los mecanismos varían, pero el fin se parece mucho. Los organizadores del sistema quieren dar vida a la economía local, crear una alternativa al euro y devolver el poder a los ciudadanos a través de monedas que solo se crean y crecen cuando se utilizan. Alrededor de 5.000 usuarios las emplean en España, especialmente en Andalucía y Cataluña, y van tejiendo una economía a muy pequeña escala que aspira a cubrir las necesidades básicas. “Son vasos capilares importantes para dar calor, pero que no reemplazan a la aorta si hay una crisis del corazón”, explica, tirando de metáfora médica, Bernard Lietaer, profesor universitario experto en sistemas monetarios, para dimensionar el alcance de estas monedas sociales con respecto a la oficial.

“¿Cómo es posible que no se puedan comprar cosas por falta de papelitos?”. Nela van den Brul, una de las impulsoras del coín, que opera en la ciudad malagueña del mismo nombre, resume con la pregunta la filosofía de estos proyectos. Van den Brul se hace eco de la frustración de la ciudadanía por la austeridad que ahoga el consumo. Ton Dalmau, coordinador de la asociación ECOL3VNG que ha ideado la turuta de Vilanova i la Geltrú, cuyo nombre procede de la música de las comparsas de carnaval, recalca que el destino del euro en el mercado es incierto y una moneda social no puede salir de su ámbito ni ser objeto de especulación. “Lo que genera riqueza no es el dinero en sí, sino los intercambios que se hacen”, agrega.

La idea de los intercambios ya funcionaba en España a través de los bancos de tiempo —más de 300 en la actualidad—, que nacieron con la idea de favorecer las transacciones no comerciales. Los intercambios de servicios aquí se miden por las horas invertidas en un trabajo. Pero la necesidad de ampliar esa experiencia a la compraventa de productos provocó la creación de las monedas, explica Julio Gisbert, promotor de varias de estas iniciativas.

María (nombre ficticio), administrativa de 38 años de La Cabrera, en la sierra de Madrid, está en números rojos. “Tengo un saldo de menos 100 en mi cuenta de moras después de celebrar el cumpleaños de mis hijos en el restaurante El Jardín de las Delicias”. Se refiere al local con vocación vegetariana y decorado con lámparas de botellas recicladas que los belgas Eric van Buggenhaut y Anne Pins regentan en el pueblo vecino de Gargantilla del Lozoya. La deuda no la aterroriza. Que pueda solventarla, relata con tranquilidad, depende de que logre vender algo o realizar algún trabajo —en su caso de asesoría— entre los otros miembros de esta red compuesta por unas 400 personas de 15 pueblos de la zona.

Y para ello están los mercados. Por ejemplo, los Mercapumas son eventos que se celebran cada mes en la plaza del Pumarejo de Sevilla donde los asistentes pueden utilizar pumas para comprar distintos productos. “En los días de mercado es cuando la moneda social está en plena ebullición”, declara Noemí González, promotora del proyecto. De un vistazo, se puede entender el porqué de esta iniciativa. Fomentar el comercio justo, conocer a los vecinos, ofrecer las capacidades propias, ampliar redes, respetar el medio ambiente, valorar lo casero...

Lo que se paga en comunidad vuelve a la comunidad. Jaime Gómez y Carmela Sánchez están relacionados, como eslabones de una cadena, por varios intercambios en comunes, la moneda social de Málaga. Jaime Gómez le ha dado clases de agricultura ecológica a César Pérez a 10 comunes la hora. Este, a su vez, ha grabado un vídeo de promoción para Francisca Álvarez. Álvarez es costurera y Miguel Garrido le encarga unas bufandas para regalar por Navidad. César Pérez va a sus clases de agricultura en una bicicleta que compró a Miguel Garrido. Este ha pedido consulta legal a Carmela Sánchez, mujer de César Pérez y abogada.


Los usuarios de una moneda social pueden acudir a sus webs para pedir y para dar. El consumo se hace más lento y por tanto más consciente, apunta como ventaja Esther Herrera, organizadora del zoquito de Jerez, la moneda más veterana. El problema es que, a veces, faltan productos básicos. “Y la informalidad”, remacha.

Con la moneda social se busca dar un valor distinto a los productos. Por ejemplo, narra Eduard Folch, en el Alt Congost (Barcelona), las panaderías venden en ecos a última hora. Y en Sevilla, Conchi Ponti, propietaria de la tienda Red Verde, ofrece en pumas los productos a punto de caducar “para evitar tirarlos”. El profesor Lietaer se remite a estudios que reflejan cómo el comportamiento de las personas varía si se emplea moneda oficial o social.

Para utilizar la mora, María y los encargados del restaurante de Gargantilla se dieron de alta en la plataforma CES (Sistema de Intercambio Comunitario, en sus siglas en inglés), puesta en marcha en Ciudad del Cabo (Sudáfrica) en 2002, y que sirve para las transacciones con monedas sociales o con tiempo en 56 países. España está a la cabeza en número de proyectos (144). Tras el registro, María ofreció compartir su coche. A continuación, ya tenía derecho a acumular una deuda de hasta 100 moras, ahora de 150, con sus compras: “Las he gastado en planchado de ropa, en que me cuiden a mis hijos, en comida preparada, en productos básicos”, enumera entre contenida y entusiasta. Una mora, como ocurre con el resto de las monedas sociales consultadas, equivale a un euro. Una hora de trabajo supone el cobro de diez.

La mayoría de las transacciones en moneda social en los proyectos españoles se efectúa por sistema electrónico, si bien hay intercambios que se registran en libretas físicas. El cocinero Van Buggenhaut muestra en su tableta los movimientos que ha realizado. Él adquiere en moras hortalizas y huevos para su restaurante. También repara ordenadores. Su compañera Pins recibe clases de castellano y ofrece masajes. A través de la plataforma, ambos pueden comprobar sus compras y ventas, el saldo de los demás usuarios, cuánto deben, cuánto acumulan —un máximo de 300 en el caso de las moras—.

“Vimos que la falta de transparencia había sido un problema en anteriores experiencias. Internet nos permitió corregir esto”, argumenta Tim Jenkins, uno de los creadores del CES. La idea de los sistemas de monedas sociales es que el dinero se quede en el ámbito local. En algunos casos existe la llamada “oxidación”, se penaliza al usuario si no gasta tras un cierto tiempo. No hay tanta claridad con respecto a la posibilidad de que alguien se endeude en demasía. El sistema del CES, por ejemplo, da un aviso y desaconseja los intercambios con el usuario deudor, pero no bloquea su cuenta.

Rebeca González Barreiro, de 31 años, es profesora de chino. Por la mañana imparte clases en un instituto madrileño. Por la tarde las da en Cronopios, una academia creada como cooperativa en 2012 y que forma parte del mercado social. Esta red de empresas persigue, según Fernando Sabín, de la comisión gestora, una producción “democrática”. González relata con una amplia sonrisa sus compras con boniatos, la moneda común de 35 empresas y 1.000 usuarios en Madrid. Los boniatos se crean como bonificación en comercios o servicios. Cada compra en euros genera boniatos cual cupones para compras posteriores. Juan Ignacio Sánchez-Bravo, agricultor ecológico, está en la red. Y no le falta entusiasmo: “La clase media es el proletariado de hoy. Su fuerza de cambio radica en el consumo”, proclama.

Kristofer Dittmer, investigador de la Universidad Autónoma de Barcelona, se muestra escéptico, sin embargo, ante la posibilidad de que las monedas sociales se mantengan sin apoyos oficiales más allá de la crisis. Erick Brenes, doctor en Economía Social que ha desarrollado 16 proyectos en Centroamérica, considera que solo son sostenibles si hay una estrategia a largo plazo mediante un tejido de negocios. La Cooperativa Integral Catalana (CIC), formada por 20 ecorredes y más de 1.200 usuarios activos, busca extender los intercambios a colectivos y asociaciones de distintas monedas. En la actualidad, los empleados que se encarguen de la coordinación en la cooperativa pueden recibir una renta básica en ecobásics, dice un portavoz de esta organización.

La emisión de billetes físicos de la mayoría de las monedas sociales en España —un arma de doble filo, según los expertos— se reserva para los mercados o ferias. Se pueden cambiar euros por los EXproncedas (de Almendralejo, Badajoz), pumas, comunes o las pitas. ¿Cuál es el destino de esos euros? Según los organizadores, la concesión de microcréditos o la adquisición de productos que escasean y que después serán vendidos en la divisa local.

Las monedas sociales funcionan muchas de ellas en una alegalidad a la que los organismos oficiales no dan respuesta. Mientras en algunos de los proyectos se aclara expresamente que tributan como los euros —el cálculo se hace sobre el valor total, sin tener en cuenta la parte pagada con la divisa local—, en otros casos el tema provoca una cierta incomodidad. Son arenas movedizas. “Podríamos entonces poner impuestos sobre todos los intercambios”, arguye Tim Jenkins. “Se trata de hacer favores. Es demasiado pequeño para que los Gobiernos se preocupen”, zanja. Un portavoz del Ministerio de Hacienda indica sin más puntualización que debe haber una factura en euros, y pagos “en la moneda de curso legal”.

Mientras tanto, la moneda social ya ha traído historias de cambio. Roberto Higueras, un carpintero zaragozano promotor del puma, narra cómo una trabajadora social que se quedó en paro y comenzó a hacer mermelada casera para cambiarla por pumas ha logrado tal éxito que ahora “se va a hacer autónoma”.

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